Juntos en la Aventura

Un blog de Angela Posada-Swafford sobre ciencia, exploración y las cosas extrañas con que me encuentro durante algunos de mis reportajes./ A BLOG ABOUT COOL SCIENCE, EXPLORATION, AND SOME PERSONAL ADVENTURES IN SCIENCE REPORTING.

lunes, 27 de noviembre de 2006

Las bondades del Polonio-210



Alexander Litvinenko, el espía ruso que murió la semana pasada en un hospital de Londres, tenía rastros de Polonio-210 en la orina. El material es un isótopo tan violentamente radioactivo, que sólo es necesaria una cantidad diminuta para matar a una persona. Además de fuerte, es escaso. Sólo se produce en reactores nucleares y para procesarlo es necesario un laboratorio radioquímico.

Dárselo de beber a alguien es sencillo: disuélvalo en algo salado como un caldo de pollo. La lengua nunca notará la diferencia, y la sangre del cuerpo absorberá el cincuenta por ciento distribuyendo la radiación por todas partes. El sudor y la saliva del enfermo fácilmente contaminan a quien le da un beso o le enjuga la frente. Y la radioactividad permanece en los muebles que toca. Otro beneficio: el Polonio-210 emite radiación alfa de corto alcance. En otras palabras, entrarlo de contrabando a alguna parte es sencillo.

Durante la Guerra Fría el material se usaba como gatillo disparador para desatar una reacción en cadena de neutrones en las bombas atómicas fabricadas por EE.UU. Rusia y Gran Bretaña. Se producía con regularidad en Dayton, Ohio, dentro del Proyecto Manhattan.

No cualquier vecino puede ponerle las manos encima a un poco de Polonio-210. Tal pareciera que los rusos siguen empleando las mismas técnicas de cuando la KGB se enfrentaba a James Bond.

domingo, 19 de noviembre de 2006

Robot piensa que sabemos a tocineta


Resulta que a los ingenieros de la empresa NEC les pareció divertidísimo inventarse un robot catador de vinos. Literalmente un sommelier electrónico. Uno con la capacidad de diferenciar vinagre de un exquisito Chianti, y encima de todo, recomendar el queso perfecto para acompañarlo. El robot, apodado Winebot, dispara un rayo de luz al vino y luego usa un espectrómetro infrarrojo para analizar el reflejo. Estudia la composición química del vino y envía un veredicto instantáneo acerca de, por ejemplo, si tiene un retrogusto frutilloso, o si sus taninos tienen una penetración larga. Luego anuncia con voz infantil cuál es la marca del vino en cuestión y qué pasabocas le irían mejor.

El truco es divertido y sirve para otras cosas: determinar si una manzana está agria o dulce, o incluso para advertirle al comensal si su plato está demasiado salado o grasoso. Pero lo interesante sucedió, según un reporte de la AP, cuando alguien colocó la mano frente a los sensores del robot. Porque entonces éstos lo identificaron como prosciuto. El fotógrafo fue confundido por tocineta.

Estamos fritos. Los robots piensan que somos buenos para el desayuno.

Y ahora que estamos en el tema, Corea del Norte reveló hace poco su primera generación de robots autónomos armados hasta los dientes para patrullar sus fronteras. Eventualmente serán puestos a trabajar. Según los informes de prensa, son capaces de diferenciar a las personas de los objetos móviles hasta un par de kilómetros de distancia. Vienen equipados con ametralladoras con balas de plástico, y además alertan a las autoridades.

Y seguro que también piensan que la gente sabe a tocineta.

Crédito de la foto: Associated Press

martes, 14 de noviembre de 2006

Nuestra creciente Némesis en el espacio



Júpiter tiene en órbita varias lunas de nombres románticos; Saturno, un espectacular sistema de anillos de partículas de hielo; Venus, una compleja red de asteroides; y la Tierra, cohetes desbaratados, un guante de astronauta, reactores nucleares, llaves inglesas, tapas de lentes, satélites sin combustible y tornillos. Y pronto, la basura de la Estación Espacial Internacional. Hasta ahora, la NASA había ejercido una estricta política de no tirar nada por la borda intencionalmente. Pero esto podría estar a punto de cambiar. Desde que la flota de transbordadores quedara varada en tierra tras el accidente del Columbia en 2003, la basura y los equipos usados a bordo de la ISS se comenzaron a reproducir como conejos, acumulándose dentro de la estación hasta el punto de amenazar con inhabilitar sectores enteros del laboratorio orbital. Los vuelos del transbordador y próximamente de la cápsula europea Julio Verne aparentemente no son suficientes para desalojar las montañas de basura celestial. Si los socios de la NASA en la ISS -Rusia, la Agencia Espacial Europea, Canadá y Japón- lo permiten, pronto los astronautas comenzarán a lanzar por la puerta trasera de la estación cosas que van desde tanques de amoníaco, hasta imitar a los rusos, que en febrero tiraron al vacío un traje espacial repleto de basura (apodado Ivan Ivanovich, que orbitó al planeta durante 216 días).

La intención es deshacerse de los objetos grandes que tengan una en diez mil probabilidades de partirse en trozos que creen aún más basura espacial. Tranquilo: las probabilidades de que algún pedazo de cohete caiga sobre su cabeza también son de una en diez mil. Pero aunque parte de los objetos grandes que orbitan la Tierra se desintegran a su reingreso a la atmósfera, mucha de la basura espacial del tamaño de un televisor hacia abajo, está condenada a orbitar durante mucho tiempo. Quizás para siempre. Y esta basura no es tan inofensiva como su inerte colega terrestre. Esta se mueve a velocidades frenéticas -14,000, 20,000, 22,000 millas por hora, según su masa- y por eso mismo cualquier impacto de una nave espacial con un trozo de chatarra podría ser fatal.

Recientemente la NASA anunció que había más de 11,000 objetos considerados como basura provenientes de antiguas misiones y lanzamientos de satélites. El daño que podrían causar es surrealista: el impacto de una bola de aluminio de media pulgada viajando a 22,000 millas por hora, sería equivalente al de una caja fuerte de 400 libras viajando a 60 millas por hora. Los objetos medianos por lo menos se pueden seguir por radar, permitiendo a una nave espacial tomar medidas evasivas. Pero las partículas del tamaño de una aspirina, de las cuales hay unas 400,000 en órbita, son invisibles. Incluso una peca de pintura ha llegado a causar fisuras en las ventanas del shuttle.

Este cuadro es simplemente el reflejo de nuestra sociedad de consumo llevada a su máxima potencia. Y, siendo uno de los principales países con acceso al espacio, Estados Unidos no puede negar que es el rey del desperdicio. Lo que estamos viendo en el espacio es lo mismo que vemos hoy en el mar -con la diferencia de que esa basura no mata a nadie con el impacto-; es lo mismo que vemos en los parques, en las playas, en los bosques.

Démonos unas cuantas décadas y el sueño de un Star Trek se hará realidad: enormes naves estilo Enterpise atracadas en estaciones espaciales impecables, ventanas que miran hacia un espacio sin fondo, seres de otras galaxias que deambulan amigablemente entre nosotros. Un mundo ordenado donde nada parece salirse de lo normal... Es decir, hasta que llega el ataque: una lluvia de objetos extraños, cucharas, ollas, zapatos y toda clase de trozos de herramientas, que se dirigen amenazadoramente hacia las ventanas de la plácida estación espacial. Atacados por su propia basura, los astronautas tienen que correr por sus vidas a esconderse en los refugios especialmente diseñados. Perseguida por la misma Némesis que estuvo presente desde sus inicios, esta moderna civilización que todo lo puede aún está amenazada, quién lo creyera, por un puñado de desperdicios.

Gráfico: Todd M. Bacastow

sábado, 11 de noviembre de 2006

¿Soltarlos o no soltarlos?



Es difícil ver morir a un delfín en los brazos. Una vieja hembra similar a ésta que sostienen algunos voluntarios en Key Largo, se había quedado varada en los Cayos de la Florida en 2005, junto con otros 50 delfines de dientes gruesos, una especie de aguas abiertas que raramente se acerca a la costa y jamás ve un ser humano. Recibí la llamada de mi grupo de voluntarios del Programa de Varamientos de Mamíferos Marinos, y me dispuse a pasar la noche entre un tanque de plástico con agua caliente, manteniendo a la abuelita sobre la superficie para que no se ahogara. Tenía neumonía, y burbujas de líquido grueso brotaban de su respiradero. A su lado, un bebé retozón insistía en comerse la tira de la cremallera de mi traje de neopreno. Su madre no había llegado a la playa con vida. Cinco horas después de mecer a la enorme hembra de ojos entreabiertos sobre mi rodilla, sentí su corazón dejar de latir. Mientras el veterinario comenzaba a practicar la necropsia, me dediqué a alimentar al reacio pequeñuelo con un tubo que debimos insertar en su estómago. Así pasaron otras tantas horas. Una semana después, el bebé fue liberado en el mar, junto con una docena de los sobrevivientes.

Mientras que la reacción inicial de dejarlos ir fue una de euforia, hay nuevas hipótesis según las cuales estos actos de clemencia en realidad podrían estar poniendo en riesgo a las poblaciones salvajes de mamíferos marinos. Las preguntas que se comienzan a barajar en lugares tales como el venerable Instituto Oceanográfico de Woods Hole incluyen “¿cómo afectará a los individuos salvajes mezclarse con uno de su especie que haya sido tratado con antibióticos? ¿alterará su inmunidad a las infecciones? ¿estaremos contaminándolos sin querer con nuestras propias infecciones? Un guante de caucho no garantiza mucho cuando el rehabilitador tiene la gripe.

Las conclusiones prematuras y aún no publicadas sugieren que podríamos estar jugando con la selección natural.

Pero ¿quién le pone el cascabel al gato? Entre las almas devotas de rescatar a los mamíferos marinos, la nueva teoría va a ser equivalente a destapar un nuevo frasco de lombrices, como dicen los yanquis.