Polo Sur Geográfico - A menos 45 grados centígrados (aquí se llega a poner a menos 83 durante el invierno) la piel expuesta duele, la lengua entorpece, los labios se tornan morados y la condensación de la respiración cubre el interior de las gafas con una costra de hielo. Como consecuencia uno tiene que escoger entre: dejar de respirar, ver la belleza siniestra del paisaje como si tuviera cataratas, o quitarse las gafas para limpiarlas. Entonces uno se pone paranoico porque le han dicho que no se puede andar por aquí sin gafas bajo riesgo de quedarse ciego ante el reflejo de la nieve, combinado con el alto índice de radiación ultravioleta cortesía del agujero de ozono aposentado sobre la Antártida.
La sola mención del tenebroso hueco lo pone a uno a temblar porque recuerda que la última dosis de protector solar 80 se la echó hace dos horas: una eternidad. No importa si uno se embadurnó hasta parecer una torta de Primera Comunión, lo cierto es que la crema ha desaparecido y la piel se siente como un pergamino. Uno decide entonces que es momento de ponerse más crema, para lo cual hay que buscarla dentro de alguno de los 24 bolsillos de las cuatro chaquetas o tres pantalones que lleva puestos.
Rezando para que el protector no esté en el bolsillo del pantalón más interno, uno inicia el “proceso de palpo”, que es estudiado por los científicos como el ritual de adaptación de las especies nuevas al ecosistema del hielo profundo (léase: los primíparos recién llegados al Polo Sur) y que consiste en un constante toqueteo corpóreo usado para hallar: la crema labial, las gafas, los cuatro pares extra de guantes, la grabadora digital, las pilas de la grabadora, los mini CDs, la hoja de papel para anotar los e-mails de los científicos entrevistados, el esfero que no escribe por el frío, la businesscard, el trozo de chocolate para acabar de consumir las 4,000 calorías diarias que toca zamparse aquí porque el frío extremo las evapora como alcohol (regia excusa), el frasco de agua (porque la deshidratación en el Polo, que está casi a 3,000 metros de altura, es más traicionera y peligrosa que un alacrán con alas por culpa del frío) y claro, la “botella del pipí”, la inseparable compañera de viajes antárticos (porque en los campamentos remotos se estudia el medio ambiente más prístino del planeta, y ay del que llegue a contaminar las muestras de hielo con amoníaco).
Una vez hallada la loción solar, viene el siguiente reto: hay que quitarse los guantes para ponérsela. Quitarse los guantes a 90 grados de Latitud Sur es más o menos como meter los dedos entre los dientes de un tiburón blanco: es sólo cuestión de tiempo antes de perderlos. Pregúntele a mi compañero de viaje, el director y productor de TV Mauricio Eduardo Quintero, que de alguna manera logró seguir a esta reportera hiperactiva hasta las antípodas, y sobrevivió.
El desdichado Mauricio osó quitarse uno de los dos pares de guantes para poder manipular su video cámara y dejar inmortalizado el momento ante el marcador geográfico, y a los tres minutos por reloj los dedos le dolían de mala manera. A los 15 minutos no podía mover ni los dedos, ni el trípode de la cámara, que quedó congelado con las patas abiertas. Más tarde, ante un chocolate caliente en la estación de investigaciones, comprobó que había sufrido un caso leve de lo que ha aquejado a los exploradores polares desde hace dos siglos: frostbite, un congelamiento de la piel que dejó su huella hasta hace pocos días.
Mauricio, welcome to the South Pole.
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