Juntos en la Aventura

Un blog de Angela Posada-Swafford sobre ciencia, exploración y las cosas extrañas con que me encuentro durante algunos de mis reportajes./ A BLOG ABOUT COOL SCIENCE, EXPLORATION, AND SOME PERSONAL ADVENTURES IN SCIENCE REPORTING.

martes, 27 de febrero de 2007

Campamento de supervivencia antártica


Aún no me había acostumbrado a las 35 libras de ropa polar y otros equipos de emergencia, cuando nos anunciaron que esa misma tarde habríamos de participar en un campamento de supervivencia. El curso es obligatorio para quienes aspiran a salir de MacTown y adentrarse en los campamentos remotos de los científicos, o la expedición máxima: el Polo Sur. Después de todo, este es el lugar más peligroso en la superficie del planeta. Afortunadamente el rabioso clima del borde del continente antártico se mantuvo radiante y hasta hizo algo de calor.

El campamento es una experiencia inolvidable que consiste en aprender a fabricar un iglú de emergencia, erigir una pared de bloques de hielo a punta de serrucho (para evitar que el viento arrastre las carpas), reparar una estufa de campaña en tiempo récord antes de que los dedos se gangrenen, recordar el nudo de bolina y otros bastante más complicados, operar los radios de onda corta y fabricarse una antena para llamar al Polo Sur, con varias personas sosteniendo un largo cable en los brazos. Eso, en el salón de clase, con una taza de chocolate caliente en la mano, está bien. Pero al otro día, a 50 km de allí, cuando “la profe” lo bota a uno sobre un glaciar desolado y se va en su tractorcito noruego Haglund con un “see you guys the day after tomorrow”, nos vemos pasado mañana, se torna de otro color. Y cuando Mauricio me dijo “yo no he acampado nunca en mi vida” (¿?!!!!@#!!?) ese color subió de tono.

El iglú de emergencia no es hecho a base de ladrillos como los de las tiras cómicas o el del esquimal Nanook del Norte. Este es más bien una colina de nieve que uno apila sobre las bolsas de dormir, apaleando nieve (¡más fácil decir que hacer!) que se comprime y se endurece, formando el techo de una cueva. Luego sólo hay que abrir un hueco en la ladera, sacar los bolsos de dormir y aplanar la nieve en su interior. Dormir allí dentro fue una experiencia surrealista porque en el día eterno del verano antártico la luz del sol se filtraba por entre el hielo, dándole al iglú-cueva un extraño tono verde azulado. Estoy convencida además de que sentimos menos frío que quienes durmieron en las carpas.

La pared de ladrillos, en cambio, si había que hacerla con bloques de hielo sacados del suelo como si se tratara una cantera congelada. A mi me encargaron de que la pared estuviera erigida en menos de cuatro horas. Parecíamos egipcios, rodando bloques de hielo en un trineo y después montándolos unos sobre otros sin dejar espacios entre ellos. Creo que el resultado final fue satisfactorio. Tanto, que nos sobró tiempo para construir un toilet de hielo (que desafortunadamente no tenía plomería, así que no se podía usar).

Debo decir que a pesar de la virginidad de Mauricio (que es el mejor compañero de aventuras a que uno pueda aspirar) en el mundo de los Boy Scouts, salimos airosos de la prueba. Nos sentíamos con la confianza para arremeter contra el Polo Sur y los campamentos remotos donde viven los pingüinos. Allá donde los mapas leen “límite de la compilación” y empieza la verdadera Terra Incognita Australis.

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